Del lujo a la sencillez
Del adorno circunstancial a la riqueza esencial
Del adorno circunstancial a la riqueza esencial
Este texto no es una invitación a renunciar al mundo, ni una crítica a sus formas visibles. Es una propuesta de orden interior. Surge de la observación de cómo, a lo largo de la vida, solemos confundir el adorno con la riqueza, el lujo con el valor, la apariencia con la plenitud.
Aquí no se trata de oponer exterior e interior, sino de devolver a cada cosa su lugar. Cuando el adorno deja de ocupar el centro, la esencia puede emerger.
Y cuando la sencillez reemplaza la carga del lujo, se abre un espacio nuevo: el de una vida habitada desde dentro, nutrida por un manantial que no depende de las circunstancias, sino de la autenticidad con la que cada persona se atreve a ser quien realmente es.
Los sueños son joyería existencial.
Brillan, adornan, seducen… pero no nutren.
Lo esencial que has tenido —y que te corresponde cultivar— es tu vida tal como se manifiesta en tu ser esencial.
Los sueños pertenecen al Ego: son adornos.
El ser esencial, en cambio, es nutrición; es don recibido desde el Espíritu.
Soñar con ir a París o a Nueva York es un adorno social.
Soñar con ir a algún lugar sagrado es buscar un adorno espiritual.
Soñar con un carro último modelo o con una mansión es también un adorno personal.
Nada de esto es malo.
Pero nada de esto es esencial.
Aquí aparece la diferencia profunda entre lujo y sencillez.
El lujo carga, encarta, pesa.
La sencillez libera, aliviana, deja respirar.
Con la joyería te tapas.
La alternativa a la joyería es el don natural.
La rosa no necesita aretes para ser bella.
La vida humana no necesita adornos para ser hermosa.
Cada persona vive una dualidad permanente:
adornarse para el mundo
o expresarse desde sí misma.
Adornarse es cubrirse con ropa de marca,
con la vida en el sector más exclusivo,
con la pertenencia al club social más selecto.
Todo esto son ejemplos de adornos de la personalidad impresiva,
del ser social que busca validación, pertenencia y reconocimiento externo.
La otra opción es la vida desde la expresión de sí mismo.
Es contactar el ser real que sólo tú eres por ti mismo.
Es liberar la motivación que brota del corazón,
donde emerge el Amor con mayúscula.
Es volverte receptivo a tu interior
y rendirte a las fuerzas del Espíritu
que brotan en tu ser auténtico y profundo.
Ese ser auténtico no es vacío:
es un manantial.
De ese manantial emergen los dones del Espíritu
que nutren y embellecen la vida desde dentro:
el gozo de existir,
la vitalidad de estar vivo,
el sentido de pertenencia,
el amor que no exige,
la fe que sostiene,
la prosperidad que fluye
y el significado que orienta y da sentido a la vida.
Ese es el camino para expresarte,
para ser quien eres,
para ser quien sólo tú eres.
Por eso no es lo mismo pagar por viajar
que ser llamado a viajar.
No es lo mismo ir a un lugar
que ir donde te quieren,
donde te esperan,
donde te reciben.
No tienes que visitar ningún lugar del planeta.
El lugar donde naciste,
el lugar donde hoy te encuentras,
es el lugar perfecto
para abrirte a tu interior
y descubrir allí la esencia de tu ser personal.
Es allí donde brotan los dones del Espíritu.
Es allí donde emergen las verdaderas riquezas interiores,
las que no cargan ni encartan,
las que alivian, liberan y ordenan la vida.
Rindiéndote a tu ser interior
te redimes,
te liberas,
te resuelves,
te realizas,
te descubres
y te manifiestas
como el ser que estabas llamado a ser
desde el primer momento en que ocupaste tu lugar.
Tu lugar es el lugar perfecto
para nacer y renacer.
Y en ese renacer no te transformas
en lo que se te antoja,
sino en lo que el Espíritu hace en ti.
La manifestación interior
es el resultado de la presencia
y de la voluntad del Espíritu
emergiendo en ti
como manantial de dones
que enriquecen tu vida y la de otros.
Porque el Espíritu te respalda,
te sustenta,
te fundamenta,
te ilumina,
te aclara,
te ubica,
te resuelve,
te fortifica,
te hace crecer,
te amplía,
te profundiza
y te eleva.
Vas evolucionando desde tu ser interior
hasta el encuentro con quienes pueden mirarte,
recibirte,
conectarte,
respetarte,
reconocerte,
valorarte
y amarte.
Y, así, finalmente, resonar con otros.
Porque el Espíritu no sólo emerge en ti;
emerge también en otros seres humanos
que están comprendiendo la riqueza
que brota en su propio corazón.
Resonamos porque algo común nos habita.
Porque cuando el ser auténtico despierta,
reconoce al ser auténtico en el otro.
El Espíritu emerge en el encuentro,
en la mirada compartida,
en la presencia que no necesita adornos.
Y emerge también más allá de lo humano:
en otros seres vivos, animados,
que sienten el amor que circula
cuando la vida se encuentra consigo misma.
Así el Espíritu se manifiesta en el mundo vital,
en la vitalidad que se expande,
en la exuberante belleza
que brota cuando la vida es habitada
desde dentro hacia fuera.
Dicho en otras palabras,
en ese horizonte de comodidad interior
vamos descubriendo algo aún más amplio.
Más allá del contexto personal,
más allá del contexto familiar,
más allá del contexto social,
más allá incluso del contexto universal,
se revela el contexto de todo lo que es.
De allí provenimos.
Allí pertenecemos.
Y hacia allí, conscientemente, queremos entregarnos.
No como huida del mundo,
sino como regreso al origen.
No para desaparecer,
sino para habitar la vida
desde una profundidad mayor.
Cuando el ser interior se aquieta y se abre,
reconoce que nunca estuvo separado.
Que siempre estuvo sostenido, contenido y convocado
por ese Todo que es fuente, hogar y destino.
Y en esa entrega —libre, lúcida, amorosa—
la vida deja de sentirse como carga
y comienza a vivirse como pertenencia y participación.
Ese es el descanso verdadero.
No el del lujo exterior,
sino el de la coherencia profunda
entre lo que somos,
de dónde venimos
y hacia dónde, naturalmente, queremos volver.
Carlos Vélez, Psicólogo